Las leyendas carolingias del siglo XII cuentan
que el rey Balan y su hijo, el gigante Fierabrás saquearon Roma y que entre los
frutos de esa rapiña figuraban dos toneles del bálsamo con que fue ungido el
cuerpo de Cristo tras ser descolgado de la cruz.
A ese bálsamo se le atribuían propiedades
mágicas, como la cura de toda herida o enfermedad, por graves que éstas fueran.
Así puede leerse en varias ocasiones en “El Quijote” y ha pasado al acervo
popular como “algo que todo lo cura”. Pero en el Quijote ya pierde parte de su
sentido mágico y maravilloso en razón de su origen, pues el hidalgo dice a
Sancho Panza que conoce la fórmula para fabricarlo.
Al parecer esa fórmula ha sido conservada y
transmitida a las sucesivas generaciones, probablemente por unas familias o
gentes especiales, porque ocasionalmente aparecen portadores o poseedores de
ese bálsamo maravilloso; los más usuales son esos vendedores ambulantes que nos
intentan vender hierbas o bebedizos que lo mismo curan la artritis que un dolor
de muelas, unas diarreas o la impotencia. El carácter milagrero del pueblo
español hace el resto.
También en política han existido y existen
bastantes bálsamos de Fierabrás. El último, la república. Esta forma de
organización política del Estado, tan antigua como la historia de occidente, se
ha convertido en las últimas semanas en un fetiche que unos agitan como nuevo
bálsamo de Fierabrás y del que otros abominan achacándole todos los males que
España ha sufrido durante muchos años del siglo pasado. Ni una cosa ni la otra.
Vaya por delante, en evitación de
malentendidos, que nosotros somos republicanos. Por una cuestión de principios:
porque entendemos que en una sociedad plenamente democrática nadie puede ocupar
un lugar políticamente relevante por el hecho de su nacimiento. Es el pueblo el
que debe elegir libremente a sus gobernantes, desde el primero hasta el último.
Así, entendemos que las monarquías son un sistema anacrónico en estos tiempos,
un residuo de la historia que se resiste a desaparecer. Pero ya está.
No podemos admitir determinados argumentos que
se esgrimen para contraponer un sistema a otro. Y lo más triste es que los
argumentos más engañosos son expuestos por aquellos para quienes la formación y
la información veraz del pueblo llano debería ser primordial, es decir,
determinados líderes autodenominados de izquierdas. Es insoportable, es un
engañabobos, es un insulto a la inteligencia, que un señor como Cayo Lara,
máximo dirigente de Izquierda Unida, escriba que “ahora se trata de elegir entre Monarquía o República, o lo que es lo
mismo, entre Monarquía y Democracia”. ¿De qué habla este (no tan) buen señor, a
quién pretende engañar? Como ya han señalado muchos en estos días, en casi
todos los países europeos cuya forma de organización política es la monarquía
parlamentaria, la calidad de la democracia de que disfrutan sus ciudadanos es
muy superior a la que disfrutan otros ciudadanos cuyos países son repúblicas.
También, es cierto, hay numerosas repúblicas más democráticas que determinadas
monarquías: compárense Francia o Alemania con la monarquía marroquí, por
ejemplo, o con las monarquías del Golfo Pérsico. Así pues, lo escrito por el
señor Lara no es sólo una boutade, es una gran mentira.
Otro argumento antimonárquico es lo caro que
resulta mantener una monarquía. También falso, pues tenemos leído que la
monarquía española nos cuesta 7,7 millones de euros mientras que la presidencia
de la República Francesa cuesta 103 millones y la italiana 228. Por el
contrario, la monarquía británica cuesta 42 millones. Bien es verdad que hay
muchos gastos de la casa real española que están “ocultos” en los presupuestos
de varios ministerios pero aún así la diferencia es tan enorme que nos parece
insalvable.
Los que ahora defienden un referéndum sobre la
monarquía o la república, argumentan también que una gran parte de la población
española actual no pudo votar esta constitución, obviamente por razones de
edad. ¿Quiere eso decir que cada generación de ciudadanos debe obligatoriamente
ratificar la constitución? Eso sería una auténtica locura porque lo normal es
que cuando una determinada mayoría de la población (encarnada en sus
representantes democráticamente elegidos) estime que hay que modificar la
constitución o derogarla y redactar una nueva, puede hacerse. Lo que no se
puede hacer es que nos sentemos a comer
en una mesa y cada uno empiece a tirar de un pico del mantel cuando nos
convenga arrimarnos más a un plato; la comida terminará en el suelo casi con
toda seguridad. Hace más de doscientos años que se promulgó la Constitución de
los Estados Unidos y desde entonces se le han añadido veintisiete enmiendas.
Estamos de acuerdo en que todo es mejorable y susceptible de cambio, la
Constitución Española también, claro está. Y creemos que nuestra constitución
está necesitada de algunos cambios, pero plantear cambios al albur de una
coyuntura temporal nos parece sumamente irresponsable.
Podríamos decir, en fin, que la elección de una
monarquía o una república como forma de Jefatura del Estado es indiferente en
lo que respecta al progreso y bienestar ciudadanos, obedece más bien al terreno
de los principios ideológicos. En casi todas partes ha habido pésimos reyes y
pésimos presidentes republicanos lo mismo que ha habido magníficos reyes y
magníficos presidentes republicanos. Así que déjennos ya tranquilos todos esos
mercachifles vendedores de bálsamos milagrosos como el de Fierabrás (la
república no es lo que va a curar nuestros males), que deberían ocuparse mejor
en tratar de solucionar los más acuciantes problemas que padecemos, entre
ellos, el incumplimiento flagrante de determinados artículos de la actual
Constitución. Y que no olviden algunos que en su origen las Casas del Pueblo
servían para dar formación (intelectual y política) a sus afiliados.
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